lunes, 11 de mayo de 2009

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30 de Abril, 2007
Morir para nacer
La jeringuilla inoculaba distintas sustancias en diferentes partes de mi brazo. De vez en cuando abría un poco los ojos. Con recelo y miedo observaba como la aguja que manejaba aquel hombre de blanco penetraba en mi piel. Cuando era muy pequeño tenía miedo a las jeringuillas. Y ahora que soy más mayor, les tengo pánico.
Ochos pinchazos en total. Al parecer así son las pruebas de la alergia. Introducen en tu cuerpo pequeñas sustancias que provocan o no irritación en la piel. De esa forma terminan sabiendo a qué eres alérgico. Algo así me explicó el enfermero mientras pinchaba, con libre albedrío, por cada una de las partes de mi brazo.
Cuando terminó, el enfermero me pidió que esperara en la sala de espera hasta que me volvieran a llamar. Comencé a notar como tres de los ocho puntos que habían dejado los respectivos pinchazos se hinchaban adoptando un color rojizo. Por un momento pensé que estaba a punto de sufrir una transformación genética y convertirme en un ser fantástico con súper poderes. Pero pronto descarté esa opción y deseé llorar, gritar, correr y pedir ayuda, que era lo que el cuerpo me pedía. Pero a veces la vergüenza se proclama sobre cualquier sentimiento o emoción. Por muy sincero o intenso que sea.
Al rato, salió un médico con las típicas zapatillas blancas de andar por casa. Nada más ver mi brazo agregó:
- Pues sí. Tienes alergia. Pasa adentro.
Entré y comenzó a observar los puntos hinchados de mi brazo. Miró una tabla que enumeraba las diferentes sustancias que acaba de inyectar el enfermero en mi cuerpo. Al instante, terminó diciendo que las pruebas alérgicas habían dado positivas en el polen y la gramínea.
- Y ¿a las chicas no soy alérgico? - le pregunté con mucho interés - Porque cuando se me acercan se me pone la cara roja como un tomate. Exactamente, como tengo ahora mismo el brazo.
El médico soltó una leve carcajada seguida de una tímida sonrisa. Pensó que mi pregunta había sido un mero acto gracioso, o como lo llaman algunos: un chiste. Lástima que no se diera cuenta de que tenía mucha lógica y que en absoluto quise hacerle reír. Para mi era algo muy importante que, noche tras noche, me quitaba el sueño. Pero esos médicos de pacotilla no tienen ni idea. Se ríen por todo, como si los pacientes fuéramos unos insulsos sin sentido que preguntamos chorradas. ¿Verdad que era una pregunta muy normal?-
Debes tomarte todas las mañanas dos pastillas que te librarán de la alergia durante el día - dijo el médico - Te daré una receta para que puedas comprar el medicamento en la farmacia.
El médico escribió un par de frases en la receta y le puso un sello. Observé el papel que me entregó donde sólo veía dos líneas que formaban pequeños bucles. Lo más parecido a aquello era un garabato de un niño de dos años. O lo que es lo mismo: una obra de arte abstracta del siglo XXI.
- Ahora debes ir a la ventanilla principal y pedir cita para la revisión del año que viene, ¿de acuerdo?
Afirmé con la cabeza y me despedí de él. Por los pasillos del hospital me crucé con pacientes de todo tipo: Anoréxicos, bulímicos, parapléjicos, quemados, en sillas de ruedas… y una infinidad de enfermedades que desconozco por completo. Pero ante todo, me crucé con miradas. Miradas frustradas, aburridas, cansadas, tristes, perdidas, olvidadas… Hay demasiadas miradas en los hospitales.
En la recepción me paré en una máquina de golosinas. Introduje una moneda por la rendija. La chocolatina no cayó por la repisa transparente tal y como tendría que haber hecho. Le di un par de suaves golpecitos pero no respondió.
- Joder, no funciona. Dije en voz alta dando golpes más fuertes a la máquina.
- ¿Desde cuándo han funcionado este tipo de máquinas? Porque a mí nunca me ha funcionado ninguna.
Dijo una voz detrás mía. Me di la vuelta y contemplé a un chico en silla de ruedas. Le faltaba la pierna derecha y en su cabeza no tenía ni un solo pelo. Vestía con un pijama del hospital y unas zapatillas blancas, como las de los médicos.
- Supongo que tienes razón – agregué - Me llamo Dani. Dije mientras le tendía la mano.
- Yo Fran –dijo cogiendo mi mano – perdona que no me levante.
Se río. Pero yo no pude reír.
- Sé un sitio donde tienen unas chocolatinas excelentes y además gratis, ¿te vienes?
- Sí, claro. Le dije casi sin querer.
Le seguí por el largo pasillo del hospital hasta que llegamos al final.
- ¿Ves esa puerta? - dijo señalándome con el dedo una puerta a la derecha- pues ahí dentro guardan todas las chocolatinas de la máquina. Cuando se acaban, vienen aquí a por más y la rellenan. Pero nunca se acaban, porque siempre ha estado rota. Dijo con una característica sonrisa.
La puerta estaba abierta. Ni siquiera tenía cerradura. Dentro, tal y como dijo Fran, había decenas de cajas de chocolatinas, patatas fritas, caramelos y demás golosinas. El principal problema, era que estaban situadas en unas estanterías muy altas, a las que Fran sólo no hubiera podido llegar. Pero yo sí.
Nos llenamos los bolsillos de pequeños placeres comestibles y sin que nos viera nadie nos fuimos.
Por el camino de vuelta no dejábamos de reír. Mientras como verdaderos cerdos nos metíamos chocolatina tras chocolatina en la boca.
- ¿Sabes qué es lo peor de todo? – dijo Fran – cuando tienes el mapa de un tesoro pero tu cuerpo no puede desenterrarlo.
Poco a poco fui sabiendo más cosas de Fran. Como que jamás había salido de los alrededores del hospital ya que había nacido allí.
- Aquí soy de los más veteranos, a pesar de tener sólo 17 años - decía -.
Él siempre hacía bromas. Se reía de sí mismo. Yo era incapaz.
- Esta pierna que ves, la perdí en la guerra - decía partiéndose de risa - Y tengo la cabeza rapada porque soy judío y estuve muchos años en un campo de concentración nazi. Soy un autentico héroe en mi país.
No dejaba de reírse. Yo por el contrario tenía ganas de llorar.
El tiempo se pasó volando. No me di cuenta de que habían pasado más de tres horas y no había pedido la cita para el año que viene.
- Tengo que irme. Es un poco tarde y aún tengo que pedir una cita médica.
- ¿Estás enfermo?
- No, son para las pruebas de la alergia.
-Uuf, la alergia, menos mal que yo no tengo. - dijo aliviado, como si se sintiera feliz de no padecer una simple alergia primaveral y le diera igual estar enfermo desde pequeño - Yo también tengo que irme. Tienen que hacerme unas fotos. Añadió.
-¿Unas fotos? Le pregunté.
- Sí. ¿No ves que soy un héroe de guerra? Cada semana me hacen fotos en la sala de rayos. Me sacan muy guapo.
Reía y no dejaba de reir. Qué envidia. ¿Por qué era tan feliz? Nada le importaba. Disfrutaba con cada una de las palabras que salía por su boca. Su triste situación eran simples bromas para él. Supongo que algunos aman el fútbol, otros las drogas, el sexo… y Fran, a pesar de todo, amaba vivir.
Me dio tanta pena despedirme de él que le pregunté si podía venir a verle mañana.
- Tengo la agenda muy apretada, pero bueno, seguro que saco un hueco. Mañana no tengo sesión fotográfica. Respondió.
Fue la primera vez que reímos los dos juntos. Quedamos a las 12 en la máquina de golosinas. Y nos despedimos.
Al día siguiente, llegué puntual. Mientras esperaba observé como un hombre estuvo a punto de caer en la misma trampa en la que caí yo el día anterior.
- Está rota. Agregué antes de que introdujera una moneda por la rendija de la máquina de golosinas.
Al minuto llegó Fran.
- ¿Has visto mi buga nuevo? - dijo enseñándome su nueva silla de ruedas- Corre más que el de Fernando Alonso. Es una maravilla. Mira qué ruedas, y qué suspensión.
Yo no entendía nada. Apenas le veía diferencia a la silla del día anterior. Las ruedas eran un poco más anchas y la montura de otro color. Pero él se sentía un privilegiado, un autentico afortunado por tener una silla de ruedas nueva.
- Está genial. Ya me darás una vuelta. Dije.
- ¿Desde cuando los fórmula uno tienen asientos para dos? ¿No ves que sólo puedo pilotarla yo?
Era tan feliz.
Aquel día también fuimos en busca del tesoro y nos llevamos unas cuantas chocolatinas más.
- En la segunda planta, en la de quemados, hay una enfermera que está buenísima. No la veo mucho, porque no baja mucho por la planta infantil. Es la chica de mi vida.
- ¿Y por qué no subes tú? Le pregunté.
- A los enfermos, no nos dejan subir solos en el ascensor.
- ¿Y si te acompaño?
- Si me acompañas tú, sí. Dijo con una sonrisa que dejaba ver su reluciente mandíbula.
Estuvimos buscando un rato por los pasillos de la segunda planta pero no la veíamos.
- A lo mejor hoy tiene el día libre. Dijo él.
Dimos un par de vueltas más, y cuando menos lo esperábamos, nos cruzamos con ella.
- Hola, Fran. Saludó una rubia guapísima de ojos verdes.
- Hhooo… hola. Dijo Fran, casi ensimismado.
Cuando cruzó se dio la vuelta para mirarle el culo.
- No me habías dicho que la conocías. Le dije yo.
- Es enfermera en la quimio.
No sabía que era la quimio. Días después supe que era el diminutivo de quimioterapia: Método curativo de enfermedades como el cáncer, por medio de productos químicos. Había tantas cosas que no sabía de Fran.
- Algún día me casaré con ella. Tendremos una hipoteca, un coche y un perro. Ella será mi enfermera y me cuidará en casa.
Fran quería ser normal. No quería ser famoso, ni un hombre de éxito ni tan siquiera un millonario. Él sólo quería ser normal. Pero no podía. Y se adaptaba a su vida con humor y alegría. Dicen que los genios son aquéllos que escriben grandes obras literarias, pintan estupendos cuadros o saben trasmitir a través de la música. Yo creo que los genios son aquéllos que saben adaptarse a la vida que les ha tocado vivir y son felices con lo que son y lo que tienen.
A las 2:00 de la tarde le acompañe a su habitación. Dormía solo en un pequeño cuarto con televisión y una cama.
- Este es mi palacio –dijo nada más entrar- Tengo mucha suerte de dormir solo. Además la televisión no va con monedas, como la máquina de golosinas. Fue un regalo de mi hermano.
Fran tenía familia, pero apenas iban a verle. Sus padres trabajaban todo el día y su hermano estaba en Estados Unidos haciendo un máster en administración de empresas. De vez en cuando le traían regalos. Una televisión nueva o una videoconsola. Cosas tan efímeras que se podían comprar con dinero. Pero jamás le regalaban tiempo, amor, paciencia o ayuda. Pero aun así, Fran siempre sabía sacar el lado positivo de todo.
Me explicó que allí le daban clases. Le enseñaban historia, matemáticas, literatura, química y todas las demás asignaturas. Tenía un profesor particular que venía todos los días a verle.
- ¿A qué tú no tienes tele en tu cuarto? Me preguntó.
- No, más quisiera tener una. Mentí, porque yo odio la televisión.
- Que vengan a darte clase está muy bien. No me tengo que levantar ni de la cama - dijo - lo peor de todo es que no puedo sacar chuletas, porque siempre me pilla el profesor.Reímos los dos a coro.
Entró una enfermera en la habitación. Levantó a Fran de la silla de ruedas y le sentó sobre la cama. Le puso una bandeja de comida en una pequeña mesita montable. La enfermera se marchó.
- Otra vez pescado. Aquí a los cocineros les debe gustar mucho el mar, porque bien que les gusta el pescado. No ponen otra cosa.
Me senté en una silla al lado de la cama. Fran encendió la televisión. En la pantalla se proyectó un anuncio de Burger King donde salía una sabrosa y apetecible hamburguesa.
- ¿Has ido alguna vez? Me preguntó.
- ¿Adónde?
- Al Burger King.
Para Fran ir al Burger King, era como para mi viajar a África. Jamás había comido una patata frita con ketchup ni una hamburguesa de pollo con lechuga.
- Sí, claro.
- Lo que desearía por una hamburguesa, ¿Están tan ricas como en los anuncios?
- Bueno, no te pierdes gran cosa… Dije mientras observaba como sus ojos se clavaban en las imágenes del televisor con gran deseo.
Cuando terminó de comer nos despedimos. Le dije que mañana después de las clases iría a verle. Él sonrió feliz como solía hacer siempre.
Cuando salí del instituto compré la hamburguesa y las patatas fritas más grandes de todo el Burger King.
- ¿Para tomar o llevar? Me preguntó la dependienta.
- Para llevar. Contesté.
Me sentía feliz con la bolsa de comida en mi mano. Como si fuera a descubrirle a Fran, un verdadero tesoro. Tal y como él hizo conmigo el primer día con el cuarto de golosinas.
De la bolsa se desprendía un cálido aroma a carne y a ketchup. Se me hacía agua la boca sólo de imaginar lo mucho que Fran disfrutaría con aquel manjar tan poco saludable.
Llegué al hospital y subí a su habitación donde había quedado con él. Pero allí no estaba. La cama estaba perfectamente hecha. Salí al pasillo para ver si le veía. Volví a entrar y salió de repente una enfermera del baño.
- ¿Querías algo? Me preguntó la mujer.
- Sí… estaba buscando a Fran, había quedado con él. Le tengo que dar una cosa.La enfermera, con cara seria y triste, me miró. Como si quisiera decirme algo, pero no pudiera.
- Fran no está.
- ¿Y dónde está? Pregunté preocupado.
- Aquí ya no, ahora no sé muy bien donde estará.
No entendía la intriga de la enfermera. O al menos no quería entenderla.
- ¿Tu eres Dani, verdad? Preguntó de repente.
- Sí…
- Fran dejó anoche una nota para ti. Esta ahí. Dijo señalando la mesilla de noche.
Sobre la mesilla, había un papel escrito con una letra pequeña y borrosa.
El médico decía que tenía los días contados. Pero yo no me fío mucho de los médicos ¿Quién se va a fiar de un hombre en pijama y con zapatillas de andar por casa? Por si acaso, dejo mi herencia hecha, a ver si luego va a llevar razón y se lo va a quedar todo hacienda y el estado.
En primer lugar te dejó mi televisión, para que la pongas en tu cuarto. Te recomiendo que pongas el canal 7 a las 00.00 de la noche, hay un montón de tías como la enfermera. También te doy la silla de ruedas nueva, pero ten cuidado de no arañármela. Ya sabes que es un bólido de coleccionista. Como comprenderás, a la enfermera rubia no te la dejo, porque ella es un ángel y los ángeles tienes que estar en el cielo, conmigo.
Siento no haberte avisado antes de mi cáncer, pero estaba tan extendido que los médicos calcularon el máximo de días que me quedaba de vida. Pero soy un héroe de guerra, y los héroes de guerra no protestan, sino que sacan pecho ante las adversidades.
Espero que disfrutes tanto de mis tesoros como lo he hecho yo.
PD: Echate novia, Dani. Que te veo muy solo.
Un abrazo, Fran.
Cuando me di la vuelta la enfermera ya se había ido. La bolsa de comida se me cayó al suelo y apenas me molesté en recogerla.
Me senté en la silla de ruedas que estaba al lado de la cama. Pensativo comprendí, que el mejor tesoro que me había dejado Fran aún estaba por llegar. A veces una persona muere para que otra vuelva a nacer. Me levanté de la silla y me marché de aquel hospital para siempre. Porque yo si tenía dos piernas con las que andar. Porque yo aún tenía una vida por la que vivir. En mi rastro, sólo dejé una suave estela de palabras…
“Fran, estés donde estés, solo te deseo dos cosas: que te comas una hamburguesa del Burger King y te cases con la enfermera rubia de ojos verdes”

Daniel de Vicente

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